Roberto y Carla no podían apartar los ojos del visor de la cámara de fotos, incrédulos y asustados. Pasaron varios segundos hasta que Carla se atrevió a verbalizar lo que estaban contemplando.
Es un hombre. – Dijo con voz temblorosa.
¿Qué hace aquí? ¿Qué quiere de nosotros? – Preguntó Roberto, alarmado.
Marina, tranquila, se acercó a la mesa de la cocina.
Está esperando. Lleva mucho tiempo esperando.
Carla y Roberto se miraron, confundidos y temerosos, recordando el día en que decidieron comprar aquella casa. Huían de la ciudad, del tráfico, del bullicio. Buscaban un sitio pequeño y modesto donde formar una familia. Adoptar un perro, puede que dos. Plantar un pequeño huerto. Disfrutar de la lectura, de la chimenea, del aire limpio.
La casa era vieja y necesitaba reformas, pero los dos estaban dispuestos a trabajar codo con codo para convertirla en un bonito hogar. Fue durante la obra en la destartalada cocina cuando lo percibieron por primera vez: una botella de cristal reposaba sobre la mesita.
El primer día, sin darle importancia, Roberto recogió la botella y la tiró a la basura. Sin embargo, al levantarse a la mañana siguiente, la botella estaba otra vez allí, sobre la mesa de la cocina. ¿Era el mismo recipiente? ¿Cómo había vuelto hasta la mesa? Cuando Roberto interrogó a Carla sobre el extraño suceso, ella aseguró no haber tocado nada.
Puede que pensaras en tirarla, pero al final no lo hicieras. – Dedujo ella, sin darle importancia.
Roberto volvió a deshacerse de la botella, lanzándola al fondo del cubo de basura. Pero otra vez, al día siguiente, la botella estaba ahí. De pie sobre la mesa de la cocina. Desafiante.
Roberto y Carla barajaron todo tipo de posibilidades: ¿Se trataba de una broma pesada? ¿Habría estado entrando alguien en su casa? Pero todas resultaron insatisfactorias. Aunque tirasen la botella a la calle, a un río, aunque la hiciesen pedazos con un martillo… cada mañana, la botella seguía allí.
Fue así como, desesperados, decidieron contactar con una médium, buscando una respuesta más allá de lo racional, y conocieron a Marina. Era una mujer calmada, enigmática, y más joven de lo que cabría esperar. Sus medios no eran los habituales, y les propuso realizar una fotografía de la cocina, esperando que en la cámara quedase reflejado algún indicio paranormal en la estancia.
Aunque habían descartado todas las opciones, ninguno de los dos creía en realidad que sus ojos contemplarían aquella imagen. En el visor de la cámara aparecía la figura de un hombre, cubierto por la luz, sentado en la mesa de la cocina, esperando junto a la botella de cristal.
¿Y a quién espera? – Se atrevió a preguntar Carla.
No lo sé. Puede que a alguien querido que nunca volvió. – Respondió Marina con naturalidad. – Su mujer, un hijo, un amigo…
¿Y qué hacemos? No podemos convivir con… lo que sea eso. – Exclamó Roberto, inquieto.
A veces, a los fantasmas, sólo hay que darles lo que quieren.
Marina sacó tres vasos de un armarito y los colocó en la mesa de la cocina. Se sentó en una silla y les hizo un gesto a Roberto y Carla para que la acompañaran. La pareja se miró con temor unos segundos, y después comprendieron lo que la médium intentaba hacer. Los tres alzaron sus vasos y fingieron que bebían acompañando a ese misterioso ser. Ahogando sus penas junto a él. Compartiendo su soledad y su dolor. Durante unos minutos de silencio.
Después, volvieron a tirar la botella.
Y a la mañana siguiente, la mesa de la cocina estaba vacía.
Texto : Alba Lucío Calderón.
Fotografia: Dario Cuesta, Mario Lechu e Ivan Lucío.